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La bata no protege del sufrimiento


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En los pasillos de hospitales y clínicas, detrás de cada bata blanca, hay una historia que rara vez se cuenta. Miles de médicos, enfermeras, TENS y otros profesionales de la salud viven con sufrimiento emocional no tratado, atrapados entre el deber, el estigma y el miedo a las consecuencias profesionales.


Según estudios internacionales, menos de un tercio de los médicos con condiciones de salud mental busca ayuda. Las razones son múltiples: una cultura que glorifica la resiliencia silenciosa y solitaria, horarios inflexibles, temor a perder licencias o acreditaciones, y una profunda necesidad de confidencialidad. Esta normalización del autocuidado como responsabilidad estrictamente individual —y no institucional— no sólo erosiona la calidad de vida de quienes cuidan, sino también la calidad del cuidado que brindan.


Una crisis silenciosa que exige acción


Los profesionales de la salud enfrentan desafíos únicos que se visibilizan, pero no se toman, solo se asumen. La exigencia de actualización constante, el cumplimiento de metas administrativas, el agotamiento emocional por la exposición continua al sufrimiento ajeno, y la falta de espacios seguros para pedir ayuda sin temor al juicio o a represalias, configuran un escenario de desgaste profundo.


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El sociólogo Ivan Illich lo expresó con claridad:

“La medicalización de la vida ha ocultado la necesidad de cuidar al que cuida.”


Esta advertencia revela cómo los sistemas de salud, en su afán por estandarizar y controlar, han desdibujado la dimensión humana tanto del paciente como del profesional. Aunque en los últimos años se han promovido entornos más inclusivos y amables para quienes reciben atención, el reconocimiento de la humanidad del personal clínico sigue siendo una deuda pendiente. Los espacios laborales pueden parecer más agradables, pero pocas veces ofrecen condiciones reales para que los equipos de salud expresen su vulnerabilidad, reciban apoyo emocional o sean vistos más allá de su rol técnico.


Desde una mirada filosófica que trasciende disciplinas, Michel Foucault afirmaba:

“Donde hay poder, hay resistencia.”


En el ámbito sanitario, esta idea cobra especial relevancia. Las estructuras jerárquicas y rígidas que organizan el trabajo clínico tienden a perpetuar el control y el silencio. Lo conocido —los protocolos, las metas, la productividad— se convierte en refugio frente al miedo de mostrar la propia fragilidad. Y cuando no existen espacios seguros para resistir desde el cuidado, la desconexión emocional se instala como mecanismo de defensa.


El silencio que envuelve al profesional de la salud no es casual, ni inevitable. Es el resultado de culturas laborales que priorizan la eficiencia por sobre el bienestar, y que aún temen a la vulnerabilidad como si fuera debilidad. Pero este silencio tiene consecuencias: deteriora el bienestar de quienes cuidan y, con ello, la calidad del cuidado que reciben las personas.

Humanizar al profesional de la salud no es un gesto simbólico ni una tendencia pasajera. Es una urgencia ética. Es reconocer que detrás de cada diagnóstico, evaluación y tratamiento hay alguien que también necesita ser escuchado, sostenido y acompañado. Cuidar al que cuida es posible —y transforma.



Equipo Quila

Karolina Fernández

 
 
 
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