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Violencia y carga emocional en salud: el rostro institucional del burnout femenino

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La violencia hacia las mujeres en el mundo de la salud y la carga emocional de los equipos no son problemas aislados: forman parte de una misma trama institucional que atraviesa y condiciona el quehacer cotidiano. Cuando el cuidado convive con abuso verbal, acoso, bullying y discriminación, la compasión se desgasta, se convierte en mera empatía sin acción, y el burnout se instala como síntoma de una cultura que exige sostener el sufrimiento sin proteger a quienes cuidan.


Las cifras son contundentes. Una revisión sistemática y meta-análisis reveló que la violencia contra trabajadoras de la salud alcanza una prevalencia del 45%, siendo la violencia verbal la más común, seguida de acoso sexual, bullying y violencia psicológica. Los agresores incluyen pacientes, familiares, colegas y supervisores, y el riesgo es mayor en mujeres jóvenes, con menor experiencia, bajo apoyo y en cargos jerárquicos bajos. 


A nivel global,

más del 50% de las trabajadoras ha experimentado algún tipo de violencia. Reduciendo la motivación y generando deseos de abandono laboral. 


Los estudios también muestran que las mujeres sufren principalmente violencia no física —abuso verbal, acoso y bullying— mientras que los hombres enfrentan más violencia física, en un contexto marcado por desigualdades estructurales, roles de género, jerarquías organizativas y pertenencia a minorías que perpetúan esta problemática.


El impacto es profundo: estrés, ansiedad, depresión, sobrecarga emocional, menor satisfacción y mayor rotación. El daño no es solo personal; compromete la calidad del cuidado y la estabilidad del sistema. Aquí aparece el eje institucional. La contradicción entre los valores que guían a los equipos —dignidad, justicia y alivio del sufrimiento— y las prescripciones institucionales basadas en tiempos, metas y protocolos rígidos y descontextualizados, coloca a las y los profesionales en un verdadero “campo de batalla” simbólico. Esta incoherencia erosiona el sentido de su labor y limita la posibilidad de actuar con creatividad y compasión eficaz. Al reducirse el margen de decisión y autonomía para adaptar las respuestas a cada caso y territorio, y al imponerse normas que, sin proponérselo, reproducen las mismas inequidades que los equipos intentan reparar, se termina por aplacar la cualidad activa de la compasión y amplificar el malestar clínico.


La violencia interna entre los propios equipos de salud también agrava el escenario. Estrés, desmotivación, desconfianza y quiebres en la cohesión laboral afectan directamente la coordinación clínica y la calidad del cuidado. Estas dinámicas se sostienen en causas estructurales como las desigualdades de género, la competencia por recursos escasos, la rigidez de las normas y la falta de apoyo institucional. Sumadas a la limitación creativa que enfrentan los profesionales, intensifican la carga emocional, aceleran el desgaste y favorecen el abandono, configurando un terreno fértil para el burnout.


Cerrar esta brecha entre intención y posibilidad es urgente. 


La violencia hacia las mujeres en salud y la carga emocional de los equipos no son problemas individuales, sino síntomas de estructuras que debemos transformar. Reconocer esta trama institucional es el primer paso para devolver sentido al trabajo, proteger a quienes cuidan y recuperar la fuerza activa de la compasión.


Es momento de actuar: impulsemos políticas sensibles, abramos espacios seguros que faciliten el compartir, la conversación, la creativa y construyamos culturas organizacionales que dignifiquen a las trabajadoras de la salud. 


Cada acción cuenta, cada voz suma.

Unámonos para que el cuidado también sea

un lugar de respeto, equidad y humanidad.


Equipo Quila

Karolina Fernández

Catalina Jara

 
 
 

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